Todo gira en torno al semen, el momento cumbre, el pináculo al que apunta y aspira. Toda empresa, actividad o plan no es nada sin ese instante. El único. El objetivo inevitable, el propósito final de toda existencia: venirse. Es lo que lo mueve, lo inspira, lo impulsa, le da su razón de ser, de construir. Paradójicamente (o no), lo contamina, lo pervierte, lo corrompe, lo lleva a destruir. Ese momento “precioso” que quiere impregnarlo todo de su secreción es tan ínfimo en tiempo que necesita prolongarse en sucesivos otros instantes. Para renovarse y prolongar su razón, su vida y la vida. Lo ocupa por siempre. Hasta que ya no tenga más qué expulsar. Sólo en los breves momentos (entre polvo y polvo) se arrepiente. Sólo si no lo apremia el siguiente, el que lo ciega, se remuerde. Con lucidez aterradora se arrepiente de su crimen, de su realidad. De su enferma dependencia. No. No es una crítica al orgasmo masculino. Es el análisis interpretativo de la película Happiness (1998) (Felicidad), una película tan fuerte como verdadera. Con una fuerza incisiva que puede llevarnos a profundidades vertiginosas en el análisis de la esencia del animal humano y su comportamiento.
La lista de talentos es larga. Para nombrar algunos: Philip Seymour Hoffman, Dylan Baker, Lara Flynn Boyle, Jane Adams entre los actores. El director Todd Solondz y una lista de nominaciones y premios (Golden Globe, Cannes, Toronto). Una película tan universal como profundamente crítica de la clase media estadounidense, sus afecciones e hipocresías.
Mujeres para pensar: ♀♀♀♀♀