Los colores verdaderos de Rita Lee…

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Imperdible este testimonio de Rita Lee que me envió una amiga brasileña…

Tenía 13 años, en Fortaleza, cuando oí gritos de pavor. Venían de la casa de una vecina, Bete, una linda joven que usaba trenzas. Me enteré de que fue acusada de haber dejado de ser virgen. Los hermanos la sujetaban con fuerza sobre su estrecha cama de soltera, para que el medico de la familia le introdujera la mano enguantada entre las piernas y decretase si tenía o no el velo de la honra intacto. Como allí seguía, los padres volvieron a respirar, pero Bete ya no regresó a la ventana, ni bailó en los bailes y acabó huyendo para Piauí, nadie sabe cómo ni con quién.

Yo tenía 14 años, cuando Maria Lúcia trató de escapar saltando el muro alto del jardín de su casa para encontrarse con su novio. De los pelos la agarraron para dominarla y no pasó el examen ginecológico. El eficiente médico comprobó vestigios de himen desgarrado, y los padres internaron a la pecadora en el reformatorio Bom Pastor, para que se olvidara del mundo. Realmente consiguió olvidarlo y murió tuberculosa.

Esto, exactamente en el momento en que la mayoría de los estudiantes universitarios (56%) son mujeres; en que las mujeres se afirman en la magistratura, en la investigación científica, en la política, en el periodismo. Y en el momento en que las pioneras del feminismo pasan a defender la teoría de que es preciso feminizar el mundo para alejarlo de la barbarie mercantilista e acercarlo al humanismo. 

En mi opinión, sólo las mujeres pueden desarmar esta sociedad. Tal vez porque ellas mismas son desarmadas por la misma naturaleza. Nacen sin pene, sin el poder fálico de la penetración y del estupro, tan bien representado por pistolas, revólveres, flechas, espadas y puñales. Nadie le da a una mujer, en su primera infancia, un fusil de plástico, como a los niños para fortalecer su virilidad y violencia. La mujer detesta la sangre, tal vez porque ella misma debe derramarla en la menstruación o el parto. Odia la guerra, los ejércitos o las pandillas urbanas, porque alejan a sus hijos de su lado y los colocan en la marginalidad, la inseguridad y la violencia.

Es necesario volver los ojos a la población femenina como la gran articuladora de la paz. Para comenzar, queremos pedir el respeto al cuerpo de la mujer. El respeto a sus piernas que tienen várices porque cargan latas de agua y atados de ropa. Respeto a sus senos que perdieron la firmeza porque amamantaron a sus hijos a lo largo de los años. Respeto por sus espaldas que se volvieron más robustas por tener que cargar con sus países.


Son las mujeres quienes finalmente podrán ponerle fin a las armas, cuando sean escuchadas y valoradas, y puedan hacer prevalecer la ternura de sus mentes y la dulzura de sus corazones. Rita Lee

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